Afganistán es un país que ha venido estando presente en los medios de comunicación occidentales, al menos, desde la década de los ochenta del siglo pasado. En las bibliotecas de las grandes ciudades europeas y norteamericanas podemos encontrar cientos de libros, documentales y artículos que tratan de explicar e interpretar las distintas dimensiones (política, religiosa, militar, comercial…) de este territorio tan complejo. Sin embargo, los sucesos ocurridos en agosto de 2021 durante la retirada de las tropas norteamericanas demuestran que Afganistán sigue siendo un enigma sociocultural y un problema de seguridad internacional lejos de ser resuelto por medios diplomáticos ni militares, como ha podido ser comprobado en virtud de la experiencia histórica.
Ante los recientes acontecimientos, surgen varios interrogantes: ¿quiénes son estos talibanes de aspecto medieval que han recuperado el control del país? ¿cómo han hecho para mantenerse fuertes en la sociedad afgana a pesar de las miles de toneladas explosivas que cayeron sobre sus aldeas? ¿cómo es posible que, tras veinte años de presencia occidental, Afganistán vuelva a ser un emirato islámico?
Afganistán, la trampa mortal de los imperios, ha sido siempre por motivos geográficos un problema estratégico de las potencias dominantes en Asia Central desde los tiempos del “Gran Juego” entre el imperio británico y el imperio ruso en siglo XIX. Los estadounidenses, igual que los soviéticos en el siglo XX, han salido de este país sin haber logrado los principales objetivos de su ofensiva. El esfuerzo de inversión en formación política, cultura y derechos humanos realizado por la sociedad internacional en este país está ahora condenado al fracaso sin la presencia de las tropas de OTAN. El espejismo de la fuerza que domina la actitud de las potencias interventoras en Afganistán es responsable de la triste realidad que generan estas guerras insensatas.
Los británicos intentaron conquistar Afganistán con un ejército de 4.000 soldados; murieron todos salvo uno.[1] Los soviéticos pensaron en someter este país en dos semanas; finalmente invirtieron diez años en este objetivo y lo único que consiguieron fue socavar su propia economía. Finalmente, EE.UU. ha estado veinte años tratando de establecer una democracia aliada en Kabul, con el resultado de un rotundo fracaso, a pesar de que todo Occidente estaba de su parte en una misión internacional tan globalizada.
No obstante, el quid de la cuestión va más allá de un sentimiento de superioridad o de haber subestimado al enemigo. Afganistán es un país profundamente desconocido para nosotros, ignoramos la mayor parte de sus estructuras sociales y dinámicas políticas.
Es evidente que la evolución histórica afgana no sigue la lógica dominante en otros territorios del mundo: ningún país del planeta ha mantenido intacto su tejido social tras décadas de ocupación extranjera hasta el punto de lo ocurrido en Afganistán. En lo que respecta a las áreas rurales del país: tradiciones, costumbres, incluso forma de vestir, no han sufrido transformación alguna. De hecho, a diferencia de otros países musulmanes, los talibanes no representan un islam político producto de la crisis profunda derivada de la modernización, simplemente son un colectivo radicalmente tradicional que reemerge de un rincón de la historia en pleno siglo XXI.
Así, todo lo que sabemos sobre Afganistán es erróneo o incompleto. Para comprender el alcance de nuestra limitación informativa respecto a este país tomemos como ejemplo las cifras demográficas, que indican una población total de 39 millones de habitantes. En realidad, el último censo de la población afgana tuvo lugar en 1979 y de forma parcial. Las cifras de población, densidad de habitantes, distribución de etnias, minorías religiosas, etc., en ningún caso son información fidedigna.[2] Se trata de números aleatorios registrados en la mayoría de los casos por motivos políticos como exagerar las cifras de población para conseguir más ayudas humanitarias, enfatizar la presencia demográfica de determinadas tribus para lograr mejor posición política, o ignorar el peso real de algunas etnias o doctrinas como la Hazara para disminuir la influencia iraní en el país.[3]
Por otro lado, el imaginario internacional respecto a Afganistán, incluso entre los expertos, presenta a este país como un mosaico de razas y etnias sin Estado central y como un territorio desarticulado a nivel social y político en el cual es fácil que se inicie una guerra civil por cualquier motivo. Desde nuestra perspectiva, esto es rotundamente falso.
Los pastunes, el grupo mayoritario de Afganistán (representan aproximadamente un 40% de la población), son un colectivo étnico originario del este de Irán, pero con elementos indios muy presentes. Algunas ramas pastunes no esconden sus orígenes iraní-judíos. Sin embargo, en Afganistán, esta población se caracteriza por un comportamiento sociopolítico de un grupo tribal en el cual el vínculo sanguíneo es esencial en la escala social y adquisición de riqueza. Los pastunes remontan sus orígenes a un antepasado común, un discípulo del profeta Muhammad llamado Qays Ibn ‛Abd Rašid, un personaje mítico que no está mencionado en ninguna fuente de la historia del islam. Por lo tanto, la sociedad afgana a pesar de que no tenga una estructura de Estado central, dispone de otros modos de jerarquía social y política. Además, la diversidad étnica nunca ha sido un problema en el territorio. Estos grupos tan distintos nunca se enfrentaron por motivos étnicos o nacionales, pero sí por motivos políticos. Los pastunes, los tayikos, los uzbekos, etc., nunca experimentaron movimientos nacionalistas: el nacionalismo no existe en Afganistán ni a nivel étnico ni estatal. Lo más curioso en este sentido es que ningún estado-nación de Asia Central en el que haya presencia de las “razas afganas” reivindica la anexión de su elemento étnico-cultural.
Por consiguiente, algunos investigadores estiman que Afganistán arrastra un atraso respecto a la historia política mundial de al menos cinco siglos. No obstante, todo lo anterior no explica el estado actual de Afganistán, al margen del evidente papel crucial de la religión en la estructura sociopolítica de este país de rasgos medievales muy fuertes. La cultura afgana está saturada de aspectos religiosos en todos los niveles de vida cotidiana. Todo lo que hacen gran parte de los afganos forma parte de la fe a pesar que en numerosos casos se trate de costumbres populares (baštūn wālī) anteriores a la llegada del islam a estas tierras. Quizá la semejanza de la tradición tribal entre la península arábiga preislámica y el estilo de vida afgano condujo a esta intersección entre la cultura y la fe en este país. Los valores de hospitalidad, protección de los débiles y la solidaridad tribal (‛asabiyya), siguen siendo parte de la vida diaria afgana en pleno siglo XXI como están relatados hace siglos en los libros del legado cultural islámico.[4]
Los talibanes son, pues, un producto natural de este clima social tan empapado de religión. Sin embargo, los hombres talibanes que aparecen en los medios de comunicación no tienen nada que ver con los yihadistas de Al-Qaeda o ISIS: no son un movimiento salafí yihadista de inspiración utópica que declara la guerra contra todo el mundo con el fin de instalar el califato. Los talibanes son una organización local afgana cuyo principal objetivo es establecer un emirato islámico en su propio país, sin ninguna agenda internacional ni siquiera a nivel de liderazgo del mundo islámico, como sí se produce en el caso de Irán o Arabia Saudí. Los talibanes pertenecen a la escuela ḥanafī del fiqh islámico y abrazan la creencia māturidiyya de la teología islámica, incluso con simpatías claras hacia el comportamiento sufí dominado en Asia central por las tarīqas naqšabandiyya y kādiriyya.
Esta orientación doctrinal está muy lejos del pensamiento salafí que los yihadistas luchan por imponer en todo el mundo como única religión verdadera de los musulmanes. ¿cómo era posible que estas dos ramas hostiles entre sí en la historia del islam se hicieran aliadas en Afganistán?
La escuela ḥanafī, es una tendencia islámica conocida en el mundo islámico por su carácter tolerante en el cual se limita el uso del texto sagrado a favor de la razón, pero en Afganistán no es así. El ḥanafismo afgano, simplemente es una copia rígida de las enseñanzas del imán ’Abū Ḥanifa transmitidas por ’Abū Hasan al ’Aš‛arī, es decir, una compresión ahistórica a la jurisprudencia islámica. Como norma general, no existe ciencia política sin historia, ni historia sin geografía. Afganistán como sociedad humana no es una excepción en este sentido, por lo tanto, es necesario para entender el fundamentalismo afgano, es tomar en cuenta los factores históricos y geográficos del territorio: un país sometido durante largas etapas a sequias, hambrunas, guerras, no generaría seguramente una visión a la vida distinta al comportamiento intolerante, hostil y radical de los talibanes. Tras veinte años de presencia occidental, Afganistán ha vuelto al mismo punto donde estaba antes de la llegada de los estadounidenses: el dominio talibán.
¿Es cierto que los talibanes, como aseguran sus portavoces, han cambiado y ya no son los mismos que hace veinte años? Lo descubriremos en los próximos meses y años.
[1] Se refiere a las fuerzas militares dirigidas por el general William Elphinstone el año 1842.
[2] France 24.
[3] La Hazara es un grupo étnico religioso de lengua persa y doctrina chií imamí mayoritariamente. BBC-arabic.
[4] Aljazeera.
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