En Egipto, tierra considerada por algunos la sede del primer Estado central en la historia de la humanidad, la religión ha sido desde la época faraónica un sostén del poder político.
En virtud de la constitución egipcia de 1923, el islam es la religión oficial del Estado, si bien este aspecto que se vio moderado en las sucesivas constituciones del Estado egipcio de 1954,1964 y 1971. En aquellos años, el régimen republicano instaurado en el país por el movimiento militar de 1952, gozaba de una legitimidad popular de carácter revolucionario anticolonial: “La religión para dios y la patria para todos” fue el eslogan esgrimido por el régimen del presidente Gamal Abdel Nasser (1956-1970). Sin embargo, la laicidad nunca fue completa, a diferencia del modelo turco.
En Egipto, la religión ha sido un instrumento permanente en las manos del Estado. No obstante, la evolución histórica de la región terminó por debilitar las tendencias socialistas y nacionalistas, pero no a favor de las élites liberales o corrientes ilustradas, sino que más bien se intensificó el cariz fundamentalista de la cultura arabo-musulmana por muchos factores internos y externos.
En Egipto, el corazón cultural del mundo árabe, el islam político enfatizó sus posturas poco realistas de crear un Estado estrictamente confesional, es decir, una comunidad política de creyentes. Estas tendencias políticas no se contentan con la presencia de la religión en las instituciones públicas, sino que consideran que todo el cuerpo estatal debe estar por completo sometido a un poder teológico. El pueblo deja así de ser fuente de legitimidad política, ni siquiera del modo nominal propio de las repúblicas árabes de origen militar, para convertirse en objeto de un poder divino superior a la sociedad representado por los ulemas o la clase religiosa. Como resultado lógico de este planteamiento, el enfrentamiento violento entre el Estado y los islamistas era inevitable. Bajo los lemas “El islam es religión y Estado” y “La solución es el islam”, los movimientos del islam político libraron una pugna bélica a veces y política otras, para lograr establecer un sistema político similar al instaurado en Irán tras la revolución de 1979.
Los Hermanos Musulmanes, la organización fundada por Hasan al-Banna en 1928, ha venido siendo la tendencia mayoritaria del islam político en Egipto y en la mayoría de los países árabes. Se trata de un movimiento caracterizado por abarcar tanto el ámbito religioso como el social, económico, político e incluso militar. Es lo que en árabe se denomina una ŷamā‛a, es decir, una comunidad musulmana que abarca todos los aspectos de la vida de sus miembros: un esquema social del Estado de religión como objetivo final de la orden, que pretende recuperar el califato islámico como único modelo de gobierno islámico inspirado por la tradición profética.
La ŷamā‛a, desde sus inicios, se enfrentó con todos los poderes del Estado egipcio. Luchó contra los colonos ingleses, chocó contra la monarquía y rivalizó con todos los presidentes de la república. Sin embargo, el impacto más sangriento que sufrieron los Hermanos Musulmanes tuvo lugar el 14 de agosto de 2013, en el episodio conocido como la mascare de Rabaa. Desde entonces la ŷamā‛a está en una batalla encarnizada contra el régimen militar instalado en El Cario por el general Abdelfatah al-Sisi.
Hoy en día, los Hermanos Musulmanes se encuentran sufriendo una represión brutal: el Estado egipcio ha detenido en los últimos años a unos cuarenta mil de los miembros de la organización, entre ellos 1.320 personas condenados a muerte. Dicha persecución ha causado la muerte de 3.345 personas y, otras 500 más por el abandono sanitario en las cárceles. Además, las victimas en paradero desconocido alcanzan las 6421 personas.
A nivel económico, el régimen egipcio ha tratado de desmantelar por completo la infraestructura económica de la orden islamista, confiscando las propiedades de 1589 de sus miembros. Las autoridades se apropiaron de 118 empresas y 1133 fundaciones económicas de carácter social y caritativo. La red de servicios sociales dirigida por la ŷamā‛a desde la década de los ochenta, se encuentra inactiva o confiscada a favor de instituciones estatales. Hablamos por lo menos de 104 escuelas, 69 hospitales y 33 páginas web y un canal de noticias. La suma total de los fondos de los islamistas embargados por las autoridades estatales alcanzaría los 14.000 millones de dólares en todo Egipto aproximadamente.[1]
El régimen egipcio ha dado por muerto al islam político en Egipto. Una estimación, sin embargo, que puede estar muy lejos de la realidad, ya que, según la experiencia histórica las organizaciones de esta envergadura no desparecen solo por la presión policial o política. De hecho, en esta tesitura, se pueden hacer más fuertes y rígidas, con estructuras secretas, puesto que, simplemente los miembros ocultan su condición como tal. Esta represión, además, supone el incremento del malestar social y acaba generando una oposición implícita. Según parece, el régimen percibe este desafío, lo cual explica el tono crítico dominante en la esfera pública hacia el discurso religioso, orientación que alcanzaría últimamente los dogmas de religión. El propio presidente egipcio supera sus reivindicaciones habituales respecto a renovar y modernizar la cultura islámica para convocar a los ciudadanos egipcios musulmanes y cristianos poner en cuestión las creencias heredadas del pasado. El presidente al-Sisi interrumpía recientemente un programa de televisión para intervenir a través de una llamada telefónica alabando la labor del escritor Abderrahim Kamal, redactor de guiones en la industria cinematográfica egipcia encargada de elaborar una contra- narrativa a la ideología islamista en general y yihadista en particular.
En esta fase sociocultural de la pugna política en Egipto, existen dos indicios significativos para comprender el alcance de la situación: en primer lugar, tenemos las malas relaciones entre la universidad de Al-Azhar, la primera institución religiosa del país, y la presidencia de la República. Por primera vez en la historia contemporánea, las discrepancias sobre el liderazgo moral entre el poder político y el poder religioso salen a la luz en este país tan conservador. Tampoco las relaciones con la Iglesia Copta Ortodoxa son excelentes. En segundo lugar, incluso en Arabia saudí, el país más fundamentalista de la región, el príncipe heredero Mohamed b. Salman hizo declaraciones parecidas a la del presidente egipcio, aunque menos críticas y más ambiguas, con el fin de incorporar a este país árabe a una etapa de modernización, rebasando los límites tradicionales de la mentalidad religiosa.
Según parece, el Estado árabe – Egipto en este caso – ha llegado a un punto de cuestionamiento de los dogmas religiosos del islam, así como de la cristiandad. El modo social de comprender y practicar la fe debilita el papel protagonista del Estado, y minimiza su poder en el espacio social y cultural. Aplicar el modelo autoritario de desarrollo socioeconómico – al estilo chino, por ejemplo – siempre ha sido imposible en estos sectores a pesar del poder absoluto del sistema militar. Egipto actualmente enfrenta numerosos retos socioeconómicos, por lo tanto, la religión como tal deja de ser un sostén del poder para convirtiese en obstáculo para los planes estratégicos de régimen.
Es cierto que los conceptos espirituales y sociales de la religiosidad tradicional islámica otorgan una cierta credibilidad a la noción de los actores del islam político, incluso los más radicales. No obstante, ¿hasta qué nivel es eficaz un sistema represivo en transformar una sociedad tan plural y diversa como la egipcia? Los Hermanos Musulmanes no son una secta de religiosos fanáticos, sino más bien una comunidad conservadora con una organización a nivel mundial y alianzas políticas regionales de gran relevancia. Desde Qatar, Turquía y Reino Unido, los islamistas egipcios moderados y radicales siguen actuando en distintas esferas para llevar a cabo una fervorosa oposición política al régimen de El Cairo. Por tanto, el país más importante del mundo árabe sigue aprisionado en la dualidad dicotómica entre autoritarismo y fundamentalismo, sin ninguna esperanza de que emerja la sociedad civil con una propuesta de alternativa democrática.
[1] Según fuentes islamistas
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